Fotografías, Relatos

Una tarde junto al “sempre vamos”

Ella se acercaba, deslizándose con sigilo y calma, para rellenar de sal y mimo extremo las imperfecciones de su piel rugosa. Él la aguardaba, con la respiración en huelga de histeria y los sentidos, todos salvo el tacto, exiliados por inoportunos.

Poco a poco, ella encontró los pliegues de su piel. De ella fueron cada una de las cicatrices y, de la sal de su caricia, todas y cada una de las heridas que escuecen. Él se dejó mecer. Nubló su cordura con la embriaguez desprendida mientras veía morir sus tormentos y se diluía lentamente la quejumbre propia de la soledad.

No hubo palabras, ni miradas. No hubo susurros desafiando al plomizo silencio de la tarde, ni chasquidos de labios contra piel erizada; tampoco agitado vuelo de pestañas nerviosas. Solamente silencio, un abrazo y, colándose entre sus pieles fundidas, un hazme volar y un regresa conmigo.

Una tarde junto al "Sempre Vamos"

Casi al final, cuando la suavidad lo paralizaba todo, cuando el tiempo se tornaba denso y pesado, él se sintió flotar de nuevo y ella se supo mano firme y delicada. Ambos imaginaron estelas de espuma blanca. Caminos arañados por historias de viejos marinos sabios; relatos que, en su locura, evocaban noches de mar en calma y horas infinitas, perfectas para ser gastadas en la dulce misión de perder la mirada de él, en cada una de las crestas de la infinita espalda de ella.

Pero no hubo final feliz. Ni siquiera se comenzó a gestar uno cualquiera, ni epílogo triste, ni torpe, ni inconcluso. ¿Qué más puedo hacer?, se preguntó ella, mientras retrocedía quejumbrosa y envuelta en pereza. ¿Hasta cuándo me esperará?, se atormentó él, dejando caer la pesadumbre de su alma sobre el costado de estribor. ¡Qué tarde más gris para esta época del año!, pensé yo, estúpidamente ajeno a toda vida que no sea la mía.

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Relatos

Fruta caduca y flores marchitas

Hoy han llegado las urgencias serpenteando por entre los cristales rotos de la estación. Ventanal resquebrajado por los rayos del sol de las mañanas, las miles de mañanas pasadas, que tamiza la luz incipiente del día. Cristalera en profunda descomposición que tiñe de un tono dorado la aspereza del suelo sucio y las paredes sobadas de tanto soportar hombros y espaldas cansadas.

Hoy el tiempo camina y silba por entre los andenes con el paso de un trastornado con una locura urgente por acometer. Hoy los trenes están mudos, hoy la muchedumbre no revolotea ocupando los rincones. Esta mañana el frío lo inunda todo, lo silencia todo, desparrama nebuloso vaho en los vestíbulos y en cada una de las esquinas vacías.

Homeless and forgotten old man in Argentina

«Homeless and forgotten old man in Argentina», por Rodrigo Butta

La costumbre suele ser pegajosa y repetitiva en esta parte del mundo. El tiempo acostumbra a mostrarse infinito. Los anhelos: torpes, borrosos y oxidados. No germinan noticias en estos rincones, no florecen ilusiones y caminar, en perfecta fila india, es lo más audaz que nos solemos permitir. Generalmente transita la vida como lo hace el agua sobre un árido suelo arcilloso; buscando la siguiente cicatriz a la que saltar para deslizarse sin empapar la tierra. Así, de ese mismo modo, se desvanecen los días ante nuestros ojos y no hay llantos ni risas que los detengan.

Sin embargo, esta mañana los andenes bullen en urgencias. El peso del tiempo acumulado en tratar de dominar lo que jamás puede ser aprendido: el martilleo de la soledad, el olvido del que pasa desapercibido o la densa y total apatía; ha vencido todo resto de esperanza. Esta mañana el frío acelera los segundos, la mente siente la imperiosa necesidad de buscar silencio y el cuerpo ni siquiera consigue toser cuando la peste a angustia comienza a bloquear la respiración. Hoy, las imágenes de las vidas ajenas, de las conversaciones y confidencias, el taconeo de los zapatos que cruzan ilusionados los andenes, la vorágine de despedidas y reencuentros, los planes por deshacer, los futuros hilvanados entre sonrisas y las dudas aferradas a las vísceras… hoy todo ello se ha convertido en zarpazos insoportables, en disparos dirigidos con maléfica precisión para avivar los más dolorosos de los recuerdos.

Esta mañana se ha hecho imposible vivir.
Hoy he decidido nunca más volver a dormir envuelto en hedor a fruta caduca y flores marchitas.
Hoy he tallado mi nombre en la pared más cercana. Mañana me despedirán breves columnas en los periódicos locales.
Estoy conforme, nunca he perseguido la gloria. Siempre he apreciado la secuencia de zumbido y silencio en la que mudan los focos cuando, finalmente, reposan.

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Relatos

Baila esta noche conmigo

El acantilado murmuraba versos sin rima. Rumor de olas deshaciéndose contra la piedra y silbidos de viento enloquecido serpenteando por entre la escasa vegetación. Sus miradas acostadas en el horizonte, escondiendo los pesares entre la dulzura de un cielo ensangrentado. Junto a ellos, acompañando al ocaso, se diluían las nociones y los empeños, perdían fuerza las convicciones, se anquilosaban las ganas de conquistar imperios, se dormía toda esperanza de alguna vez reinar. La luz perdía fuerza, acobardada por el frío que anticipaba la noche. Por instantes todavía fulgurante, como empeñada en un último esfuerzo por permanecer protagonista y plena. Pero, finalmente, vencida y tímida… lenta y profundamente cohíbida, envuelta en un declive sin fin.

Una franja de espesa niebla servía de bisagra entre la placidez del mar y los colores incendiados de un cielo que comenzada a salpicarse de motas. Él apoyó sus manos sobre los hombros de ella, acercó su mentón hasta rozar su cabello y se preguntó, en forma de susurró casi imperceptible, qué me espera allí, donde hasta el sol se avergüenza de ser y busca cobijo tras el denso desdén de la bruma. Ella tensó sus músculos, cerró sus párpados y hondamente inspiró.

Allí, donde los anhelos mudan en tristes historias olvidadas –comenzó ella su relato– hay un pasillo angosto, largo y oscuro. Tan extenso como necesite la rabia de tus pasos para terminar por ser dócil animal domado; tan estrecho como requieran tus hombros para sentirse profundamente aprisionados. También allí, convirtiendo en finita la travesía por el corredor, existe un arco tallado sobre un metal anciano, lleno de herrumbre y verdín. Un arco que saluda a las almas de los perdidos, justo en el final de un camino que te ha despojado de maletas, de sentidos, de certeza y sabiduría.

motion

«motion» por Beth Scupham

Se giró y puso su frente sobre la barbilla de él, solicitando un abrazo que no tardó en llegar. Dejó que sus músculos reposasen sobre su pecho y continuó susurrando a su oído: nace un pasillo, angosto, largo y oscuro, en cualquiera de los lugares en los que has deseado perder la capacidad de recordar. Allí, en cualquiera de las esquinas donde has aprendido a cobijarte de los ecos de las vivencias pasadas. Nace y se muestra frente a ti, proyectando luces y sombras. Ofreciendo la protección propia de las persianas bajas, la mudez de las más tupidas de entre todas las cortinas. Nace y se extiende casi infinito, tanto como tu mirada lo quiera, hasta desfallecer a los pies de las jambas poderosas que dan paso a una sala de la que ningún cuerdo ha conseguido retornar.

El miedo –continuó ella– lo eclipsa todo. Los recuerdos idealizados acosan a sus dueños como el hambre retuerce las mentes de los más lúcidos. No hay espacio para los anhelos no vividos. Gritan, reclaman su sitio, pero no hay lugar donde cobijarlos. Sólo hay angustia para el que eternamente duda, para el que consigue ser completamente anciano antes que adulto.

Angustia –masculló él– profunda angustia.

Sí, tormento y pesadumbre diluyendo todo lo que algún día creíste sólido –los labios de ella dibujaban frases sobre el pecho tembloroso de él– desfragmentando tu mundo mientras sólo logras caminar solitario, cruzando el pasillo, serpenteando torpemente entre las sombras. De la angustia nacerán las palabras que arrinconan el alma, las que ponen en peligro tus sentidos. De ella los pasos, los pies cansados, la mirada baja. De ella el peso sobre tus hombros. De ella la noche y el luto.

¿Hacia dónde caminar entonces? ¿Cómo huir de uno mismo? —se preguntaba él– ¿Cómo cojones huir de uno mismo?

No lo sé –y de los ojos de ella brotaron lágrimas de rendición y rabia– ¡no lo sé! Pero baila conmigo esta noche. No pienses, sólo danza. Dame tus hombros y ocupa mi cintura. Que el viento nos meza, que sean tuyas mis ilusiones. Que compartamos aliento y fragmentos de vida. Ven y busca la realidad en mis labios, en mis párpados cerrados, en las caricias que visitan lugares comunes. Baila conmigo esta noche, silencia los ecos que resuenan implacables. Deja morir el día a mi lado y que la mañana nos sorprenda, nos descubra vivos y abrazados. Ven, baila conmigo.

Y aquél pareció argumento suficiente para querer vivir una noche más. Y la luz desapareció por completo, por supuesto, pero ninguno de los dos la echó en falta. A ninguno de ellos le apremiaba la mañana y, cuando ésta llegó, trajo consigo nuevas angustias y penas, nuevas seguridades en el alambre, nuevos pasillos angostos y oscuros. Más batallas a ser enfrentadas y, quizá, nuevos abrazos y danzas a esgrimir como poderosas armas en la contienda. Quizá han seguido luchando, posible es que la angustia les deje vivir. Quizá él no ha decidido caer rendido todavía. Quizá ella ha conseguido vencer.

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Relatos

Que te quiero, que te he querido

Todavía huelen a costumbre las paredes ajadas. El ritmo es pausado, los segundos pegajosos, las tardes infinitas. Por fortuna, todavía decide el tiempo descompasar su paso para estirarse en las sobremesas, como si la vida estuviese dispuesta a esperar por nosotros. Hay una ligera brisa que me devuelve las preguntas que le lanzo, costumbre tiñendo los rincones y sonrisas zigzagueando torpemente entre ellos.

Al otro lado, tras el cristal y su velo de vaho, alguien decide declarar este día único e inolvidable y confiesa estar dispuesto a «navegar hasta volver a ver tus profundos ojos azules». Alguien más recoge la frase, se sonroja y mira hacia el suelo. Yo me detengo, sueño… y recuerdo los susurros de tus labios sobre mi cuello. Eran tiempos de tardes de primavera, de música y sorpresa. Tiempos de dulces confesiones, rostros de asombro y ese danzar en el que nos enredábamos. Tan ajenos al mundo, tan acompasados. Precisos, sin dudas, improvisando caminos.

Me pregunto si habrás cenado bien esta noche. Nunca te quejas. Tampoco sonríes.
Apenas había comenzado la semana cuando algo, quizá el olor a tiempo estancado de las paredes, te susurró mi nombre, también el de Enma y, tan sólo unos días después, incluso el de Tomás. ¿Lo recuerdas?
Yo no lo olvido. Te observo, escucho, vuelvo a temblar. ¿Quién necesita ahora las tardes de primavera? ¿Quién necesita la música? ¿Y danzar, quién lo necesita? Gracias por esos momentos en los que regresas. Gracias por desandar el camino de vez en cuando, despistado, entre titubeos. Gracias por sentirme a tu lado.

«¿Desde dónde veremos hoy la puesta de sol?», supongo que te estarás preguntando en esos otros momentos en los que decides ser silencio y quietud. Y me pierdo en ensoñaciones e imagino que quizá podríamos volver al final de la escollera, en el muelle, al abrigo del viento del norte; el mejor lugar para ver morir una tarde de invierno. O, ¿por qué no?, escabullirnos hasta dar con el banco de madera rociado de arena blanca que marca el final de la playa. Ese que señala el límite tras el cual ya no encontrarás más pisadas. Allí, donde los largos días de verano, cansados de tanto bullicio, se desangran sobre un cielo escrupulosamente azul. En el centro del huracán de un día que agoniza, donde un suave rumor de espuma arropaba el instante en el que yo me dejaba abrazar y tú fingías controlar el pudor.

Alzheimer #6

Un pestañeo. Mil vidas en una. Mil comienzos, otros tantos finales que amagaron ser y, nuevamente, se tornaron caminos a ser explorados. Un pestañeo a tu lado y, sin embargo, ahora todo parece infinito. Infinito el tiempo que permaneces callado. Infinitas las horas que gastas en recorrer las paredes con la mirada, ¿qué buscas en ellas que no encuentras en mis ojos? Infinitos los paseos, las costumbres. Infinita la lluvia que nos devuelve el eco de nuestros silencios. Infinita la espera. Infinita la melancolía.

Si el final es que se diluya de tu memoria mi nombre, si el final es que ya no recuerde tu voz, ¡qué diferente será al que habíamos soñado!
Creo que veo cómo se derrumba el último de los castillos de arena y sólo pienso en decirte que me ha gustado el camino. Que te quiero, que te he querido.

Fotos extraídas del álbum Alzheimer, por Luca Rossato

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Amenazas...

Fotografías

Amenazas…

… con más bramidos y sopapos, sin advertir que una estrecha franja de luz esforzada, es motivo suficiente para seguir bogando

Imagen
Varios

Behind these eyes a desert spirit
Sea serpent heart inside a sunken ship
I finally got it
All parts wrong
I didn’t know how long it would take to do it
Behind these eyes
Dead grey mule
Torn apart moon in an empty room
It’s easier now
And I just say I got better
It’s easier now
That I just say I got better
It’s easier when I just admit
Death comes now
And the next minute
The next minute

The next minute
Behind these eyes

It’s Easier Now · Jason Molina

Cita
Relatos

Nada mudó. Todo fue como siempre lo había sido.

No hubo noche de tormenta. Ni lluvia azotando las ventanas, ni viento enervado derramando vértigo en cada cruce de aceras. Tampoco sonaron campanas de muerte, ni los músicos callejeros enmudecieron de súbito. El tiempo no se paró y los arroyos continuaron fluyendo, despistados, soberbios, siempre ajenos.

Susurré en su oído, pero no pude evitar que sus manos quedasen inservibles. Absurdas, vacías y frías.

Y no hubo colores fundiéndose a negro. Ni todo fue noche tras un pestañeo. Continuaron danzando las voces y los pasos. El cielo… el cielo conservó la frescura de su azul cargado de aromas, y el balanceo de vergüenza e ilusión no se quebró. Intacto e imperfecto, como siempre, impregnando las miradas de los que se encuentran.

Agent 8

«Agent 8», por anyjazz65

Susurré en su oído, pero nada sostuvo mi llanto. Nada evitó que se deslizase, resignado y estéril, como un grito que no llega a ser. Sin voz. Mudo y sin sentido.

Y continuaron caminando los que van, los que huyen y los que buscan. No cesaron de tambalearse las certezas, ni tampoco el dulzor de las tardes de primavera se diluyó. Las palabras acosaron a sus dueños, como siempre lo han hecho. El tiempo siguió marchitando lo perenne y las mañanas se acicalaron, en espera de nuevos reyes.

Nada mudó. Todo fue como siempre lo había sido. Yo susurré plegarias en su oído, besé sus párpados, exhalé un aliento pleno de mezcolanza entre futuros y risas pasadas. Quise ahogar sus últimos temores, rescatar las mañanas serenas compartiendo caricias y canciones; pero se tornó absurdo caminar con los bolsillos rotos y la piel volviéndose arena.

Absurdo dar un paso y enterrar los tobillos. Tropezar, caer y gatear torpemente hasta quedarse quieto en mitad de la vorágine. Ver la vida como una madeja sin cuenda que enmaraña razones y miedo, vacío y ternura. No quedó más huida que renunciar a conservar los labios servibles. Dejar los días correr y permanecer resignado y estéril. Sin sentido. Ajeno a la vida, como la piel que mudó en arena, concediendo al silencio la virtud de ser la única respuesta a todas aquellas preguntas que están por llegar. No quedó más camino que aquel por el que se va deshaciendo la cordura entre penumbra y frío, aquí y ahora, mientras allá afuera todo sigue girando, todo sigue danzando.

Se resquebrajó el futuro, pero frente a mí nada mudó. Todo es como siempre lo ha sido. Ella, su piel, su voz, todo se volvió arena. Yo, sin mundo, sin vida y sin ella. Un par de bolsillos rotos, el polvo cayendo por ellos, la mente perdiendo el sustento, la noche eclipsándolo todo; pero nada parece cambiar. El mundo no entiende de penas, no entiende de muerte. La vida te quiebra la espalda y todo sigue impasible. El mundo… el mundo no entiende de penas, no entiende de muerte.

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