Fotografías, Relatos

Una tarde junto al “sempre vamos”

Ella se acercaba, deslizándose con sigilo y calma, para rellenar de sal y mimo extremo las imperfecciones de su piel rugosa. Él la aguardaba, con la respiración en huelga de histeria y los sentidos, todos salvo el tacto, exiliados por inoportunos.

Poco a poco, ella encontró los pliegues de su piel. De ella fueron cada una de las cicatrices y, de la sal de su caricia, todas y cada una de las heridas que escuecen. Él se dejó mecer. Nubló su cordura con la embriaguez desprendida mientras veía morir sus tormentos y se diluía lentamente la quejumbre propia de la soledad.

No hubo palabras, ni miradas. No hubo susurros desafiando al plomizo silencio de la tarde, ni chasquidos de labios contra piel erizada; tampoco agitado vuelo de pestañas nerviosas. Solamente silencio, un abrazo y, colándose entre sus pieles fundidas, un hazme volar y un regresa conmigo.

Una tarde junto al "Sempre Vamos"

Casi al final, cuando la suavidad lo paralizaba todo, cuando el tiempo se tornaba denso y pesado, él se sintió flotar de nuevo y ella se supo mano firme y delicada. Ambos imaginaron estelas de espuma blanca. Caminos arañados por historias de viejos marinos sabios; relatos que, en su locura, evocaban noches de mar en calma y horas infinitas, perfectas para ser gastadas en la dulce misión de perder la mirada de él, en cada una de las crestas de la infinita espalda de ella.

Pero no hubo final feliz. Ni siquiera se comenzó a gestar uno cualquiera, ni epílogo triste, ni torpe, ni inconcluso. ¿Qué más puedo hacer?, se preguntó ella, mientras retrocedía quejumbrosa y envuelta en pereza. ¿Hasta cuándo me esperará?, se atormentó él, dejando caer la pesadumbre de su alma sobre el costado de estribor. ¡Qué tarde más gris para esta época del año!, pensé yo, estúpidamente ajeno a toda vida que no sea la mía.

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