Relatos

Baila esta noche conmigo

El acantilado murmuraba versos sin rima. Rumor de olas deshaciéndose contra la piedra y silbidos de viento enloquecido serpenteando por entre la escasa vegetación. Sus miradas acostadas en el horizonte, escondiendo los pesares entre la dulzura de un cielo ensangrentado. Junto a ellos, acompañando al ocaso, se diluían las nociones y los empeños, perdían fuerza las convicciones, se anquilosaban las ganas de conquistar imperios, se dormía toda esperanza de alguna vez reinar. La luz perdía fuerza, acobardada por el frío que anticipaba la noche. Por instantes todavía fulgurante, como empeñada en un último esfuerzo por permanecer protagonista y plena. Pero, finalmente, vencida y tímida… lenta y profundamente cohíbida, envuelta en un declive sin fin.

Una franja de espesa niebla servía de bisagra entre la placidez del mar y los colores incendiados de un cielo que comenzada a salpicarse de motas. Él apoyó sus manos sobre los hombros de ella, acercó su mentón hasta rozar su cabello y se preguntó, en forma de susurró casi imperceptible, qué me espera allí, donde hasta el sol se avergüenza de ser y busca cobijo tras el denso desdén de la bruma. Ella tensó sus músculos, cerró sus párpados y hondamente inspiró.

Allí, donde los anhelos mudan en tristes historias olvidadas –comenzó ella su relato– hay un pasillo angosto, largo y oscuro. Tan extenso como necesite la rabia de tus pasos para terminar por ser dócil animal domado; tan estrecho como requieran tus hombros para sentirse profundamente aprisionados. También allí, convirtiendo en finita la travesía por el corredor, existe un arco tallado sobre un metal anciano, lleno de herrumbre y verdín. Un arco que saluda a las almas de los perdidos, justo en el final de un camino que te ha despojado de maletas, de sentidos, de certeza y sabiduría.

motion

«motion» por Beth Scupham

Se giró y puso su frente sobre la barbilla de él, solicitando un abrazo que no tardó en llegar. Dejó que sus músculos reposasen sobre su pecho y continuó susurrando a su oído: nace un pasillo, angosto, largo y oscuro, en cualquiera de los lugares en los que has deseado perder la capacidad de recordar. Allí, en cualquiera de las esquinas donde has aprendido a cobijarte de los ecos de las vivencias pasadas. Nace y se muestra frente a ti, proyectando luces y sombras. Ofreciendo la protección propia de las persianas bajas, la mudez de las más tupidas de entre todas las cortinas. Nace y se extiende casi infinito, tanto como tu mirada lo quiera, hasta desfallecer a los pies de las jambas poderosas que dan paso a una sala de la que ningún cuerdo ha conseguido retornar.

El miedo –continuó ella– lo eclipsa todo. Los recuerdos idealizados acosan a sus dueños como el hambre retuerce las mentes de los más lúcidos. No hay espacio para los anhelos no vividos. Gritan, reclaman su sitio, pero no hay lugar donde cobijarlos. Sólo hay angustia para el que eternamente duda, para el que consigue ser completamente anciano antes que adulto.

Angustia –masculló él– profunda angustia.

Sí, tormento y pesadumbre diluyendo todo lo que algún día creíste sólido –los labios de ella dibujaban frases sobre el pecho tembloroso de él– desfragmentando tu mundo mientras sólo logras caminar solitario, cruzando el pasillo, serpenteando torpemente entre las sombras. De la angustia nacerán las palabras que arrinconan el alma, las que ponen en peligro tus sentidos. De ella los pasos, los pies cansados, la mirada baja. De ella el peso sobre tus hombros. De ella la noche y el luto.

¿Hacia dónde caminar entonces? ¿Cómo huir de uno mismo? —se preguntaba él– ¿Cómo cojones huir de uno mismo?

No lo sé –y de los ojos de ella brotaron lágrimas de rendición y rabia– ¡no lo sé! Pero baila conmigo esta noche. No pienses, sólo danza. Dame tus hombros y ocupa mi cintura. Que el viento nos meza, que sean tuyas mis ilusiones. Que compartamos aliento y fragmentos de vida. Ven y busca la realidad en mis labios, en mis párpados cerrados, en las caricias que visitan lugares comunes. Baila conmigo esta noche, silencia los ecos que resuenan implacables. Deja morir el día a mi lado y que la mañana nos sorprenda, nos descubra vivos y abrazados. Ven, baila conmigo.

Y aquél pareció argumento suficiente para querer vivir una noche más. Y la luz desapareció por completo, por supuesto, pero ninguno de los dos la echó en falta. A ninguno de ellos le apremiaba la mañana y, cuando ésta llegó, trajo consigo nuevas angustias y penas, nuevas seguridades en el alambre, nuevos pasillos angostos y oscuros. Más batallas a ser enfrentadas y, quizá, nuevos abrazos y danzas a esgrimir como poderosas armas en la contienda. Quizá han seguido luchando, posible es que la angustia les deje vivir. Quizá él no ha decidido caer rendido todavía. Quizá ella ha conseguido vencer.

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