Relatos

Nana

Las horas se topan con el brusco descenso del día al infierno de las tinieblas. El relente de la oscuridad, que ya acecha, llega para calmar las heridas de una tierra árida y estéril. Una llama se contonea y muere, acto seguido, ante la brisa fugada de unos labios. El tiempo comienza a caminar con la torpeza propia de un moribundo y, en la noche, ya sólo se percibe su hilo de voz:

Escucha el murmullo del tiempo que se aleja tranquilo,
camino del sol que ya el horizonte acomoda,
camino de la luz vencida.
Escucha, pequeña, los susurros del tiempo huido.

Respira el sigilo que anticipa y dintela el ocaso.
Olvida el día y sus perennes ausencias,
olvida las voces, las lágrimas todas.
Respira, pequeña, el recién tornado mudo ruido.

Descansa, y rasga con tu sueño la piel de mi pecho,
para así desleír tus temores entre mis manos baldadas.
Para que abandonen por siempre, tus heladas mejillas.
Descansa, pequeña, y que exhale mientras el miedo su postrero suspiro.

Permite que me evapore, serena y silenciosa, yaciendo a tu lado.
Que hoy mi sueño se convierta en quimera,
aquella que acompañe a tu alma dormida.
Permite, pequeña, que aguardemos juntas el amanecer venidero.

Duerme calma, hasta olvidar todo lo aprendido. Sin desvelo
que yo me encargo, mi niña, de hallar esta noche morada
en la que resguardar tu conciencia.
Duerme, pequeña, que juntas mudaremos el día por infinito sueño.

Y, un paso tras otro, los caminos se vacían de vida, de respiraciones cansadas, de trayectos que buscan dejar a su espalda un horizonte desierto de luz.

Y allí, donde el tiempo enloquece de pura calma y el mundo deja de blandir sus armas vencidas, allí ya no hay más que silencio. Ya no hay más que el rítmico vaivén del pecho de la niña sobre el seno de ella. Nada queda. Se ha fundido, en las sombras, el suspiro del último ser que quiso descifrar cómo muere un día.

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